La noche era fría, pero la capa
de lana roja que me cubría desde los hombros hasta los tobillos, el mullido
acolchado de mi casco y los gruesos calcetines que vestía bajo las caligae me
aislaban de las inclemencias del tiempo. Acodado sobre el borde de cobre de mi
scutum, y sujeta la mano derecha al robusto pilum, me iba adormilando en la
oscuridad absoluta de la noche sin estrellas. Por suerte, mi compañero Cato,
que hacía guardia unos pasos más allá, me despertó tirándome una piedrecilla al
casco, que resonó en el silencio de la noche.
—Lacerta, espabila.
Sacudí la cabeza para despejarme,
me enderecé y arqueé la espalda hacia atrás. Las bandas de hierro de mi
segmentata claquetearon, y las tiras de cuero que las mantenían unidas se
tensaron. Las carrilleras del casco, que llevaba desatadas, se abrieron hacia
atrás como las alas de un águila. Observé el horizonte. La noche era tan cerrada
que apenas podía ver nada más allá de la empalizada. Pero si nosotros no
podíamos, el enemigo tampoco. O eso pensábamos.
Abrí la boca para responder a
Cato con algún comentario ingenioso, pero antes de que el aire saliese de mis
pulmones un sonido restalló en la noche, en algún lugar frente a nuestro
campamento. Era imposible localizar el origen del estruendoso chasquido, por
mucho que Cato y yo nos esforzásemos. Estaba demasiado oscuro. Pero no nos hizo
falta.
De pronto, las nubes por encima
de nosotros se iluminaron con un brillo rojo anaranjado. Era como si el mismo
Jove rasgara el cielo con sus rayos. Observé con fascinación aquellos jirones
de nube roja, esperando que en cualquier momento ocurriera algún nuevo
portento, cuando de repente de entre el cielo cubierto surgió una esfera roja,
dispersando violentamente las nubes. Caía del cielo a gran velocidad, y a
medida que se acercaba vi que el brillo rojo se debía a las llamas que
envolvían aquel proyectil celestial. Otro chasquido resonó en la noche, pero
esta vez el sonido fue acallado por el creciente silbido de aquella bola
llameante, que se dirigía directamente a nosotros. Me precipité hacia la
escalera de acceso a la empalizada, y me giré hacia Cato para asegurarme de que
me siguiera. Había que avisar al optio Barbatus y preparar la defensa. Pero
Cato estaba paralizado, la mirada fija en el cielo, las piernas completamente
rígidas. Su scutum cayó al suelo y se balanceó sobre el umbo. Antes de que
pudiera reaccionar, la esfera, que tenía el tamaño de una cuadriga, cayó sobre
nuestra posición, destrozando la empalizada y proyectándome contra el suelo
entre pedazos de madera, ascuas y nubes de polvo y ceniza.
Tras el impacto, logré ponerme de
pie y comprobé que no tuviera ninguna lesión grave. Me había desollado el
antebrazo derecho y la cabeza me dolía por el golpe contra el casco, pero
estaba bien. Busqué con la mirada mi equipo. El scutum, hecho trizas, estaba
repartido por todas partes, y no había rastro del pilum. Incluso mi pugio debía
de haber salido volando por los aires. Sólo mi viejo gladio colgaba de la fina
correa de cuero que me cruzaba los hombros sobre la segmentata. Cuando eché a
andar hacia nuestro puesto de vigía, ahora destrozado, me di cuenta de que no
podía caminar con normalidad con la pierna derecha. No había rastro de Cato. En
el campamento, los hombres empezaban a salir de sus tiendas, a medio vestir, a
medio armar. El tintineo de las armaduras, los pies desnudos corriendo de
tienda en tienda y los gritos de alarma me dieron al menos algo familiar a lo
que aferrarme, y reactivar mis sentidos aturdidos. En ese momento me di cuenta
de que los chasquidos no habían cesado. Elevé la vista hacia el cielo, y por un
momento pensé que me había vuelto loco. Decenas de
esferas ardientes como la que acababa de destrozar el puesto de vigía
iluminaban el cielo, como astros, y se desplomaban sobre el campamento desde
todos los ángulos. Sin duda los hecatónquiros arrojaban proyectiles de cien en
cien una vez más. El cielo, antes completamente negro, ahora parecía un hogar
sembrado de brasas. El brillo conjunto de todos los proyectiles iluminó el
campamento con un resplandor anaranjado, y pude ver en las caras crispadas de
mis compañeros el miedo y la incomprensión más absolutos, un momento antes de
que empezaran a caer sobre nosotros.